Hace unos días me encontraba, a las 9 de la mañana, en clase de Cultura y Mentalidad de la Edad Moderna, una asignatura interesante incluso en esa coyuntura. Esta vez, estuvimos hablando del platonismo, de Aristóteles, del empirismo y, finalmente, de religión. Llegados a este punto, surgió el debate de si la religión católica tenía una visión positiva del trabajo y del hecho de "ganarte el pan con el sudor de tu frente". Uno de mis compañeros, un señor de unos 60 años que asiste como oyente, afirmó rotundamente que esto no era así y remarcó la importante diferencia que existía entre los bancos españoles y los suizos. Nos contó que él había estado en Suiza y que allí la banca tenía un componente moral. No sé si esto será verdad o no, pero desde luego no es algo de lo que podemos presumir precisamente en España, de cuya banca no se habla bien ni en broma.
Esto (y el hecho de que el resto de mis compañeros se riesen
ante la intervención del buen hombre) me llevó a reflexionar acerca de las
diferencias de mentalidad entre España y el resto de Europa, o mejor dicho, con
la Europa protestante. La verdad es que es una cuestión que ya me había
planteado anteriormente: ¿de verdad influye tanto en el devenir histórico de un
país su alineación con una religión o filosofía concreta? Para mí la respuesta
es clara: sí.
Vamos a tomar un ejemplo concreto. Durante los siglos de
colonización en América podemos ver claramente las diferencias entre el modus operandi de la católica España y,
por ejemplo, los protestantes holandeses. El objetivo de estos últimos (sin
entrar en el debate de los métodos y la explotación indígena por parte de las
metrópolis) era puramente comercial, llegando a descuidar la seguridad de los
predicadores, tratándolos como un asunto secundario. Por su parte, los jesuitas
españoles gozaban de protección, prestigio y poder como abanderados de las
misiones adoctrinadoras. ¿Marca esto algún tipo de diferencia más allá de la confesional
entre ambos países? No hay más que comprobar cómo el papel hegemónico del
Imperio español se ve desplazado en pos de una Holanda que tomaba las riendas
del dominio del mundo.
Este mismo fenómeno podemos verlo en la actualidad, salvando
las distancias. China (y otras potencias como India, Brasil, Sudáfrica o Rusia)
ya se disputan el puesto de primera potencia mundial, relegando a Estados
Unidos a un segundo plano. Después de su intervención en la Segunda Guerra
Mundial, el papel que ha tenido el país americano ha sido el de mediador tras
el desmoronamiento de la Vieja Europa, usando el poder militar y la coerción,
tal y como en su día lo hiciese la España de los Austrias. Sin embargo, en un
marco de relativa paz y concordia mundial, el poder económico vuelve a tener
una mayor importancia y son los emporios los que realmente controlan el mundo
hoy en día. Como los Países Bajos en el siglo XVII.
La conclusión que saco de este galimatías histórico es la
importancia de los poderes económicos. Quien controla los medios de producción,
lo controla todo, pero hay uno de ellos que para mí es determinante: el
trabajo. Y aquí es donde retomo el debate de si una religión es importante o no
y por ello recupero el ejemplo de China. De sobra es conocida la brecha cultural
entre Oriente y Occidente, pero el aspecto que aquí me interesa resaltar es el
del pensamiento filosófico-religioso.
Lo resumiré brevemente. Para, por ejemplo, un chino, el
trabajo es lo más importante. Nada se consigue sin esfuerzo y superación
personal. Desde Confucio han sido conscientes de que no hay nadie que vele por
ti ni que te regale nada, que no hay atajo sin trabajo. En contraposición a un
occidental (si puede ser cristiano, mejor) que todo lo encomienda a un Dios,
que ha aprendido desde pequeño leyendo las sagradas escrituras que el trabajo
fue el castigo del Señor por atreverse a probar la fruta prohibida del árbol de
la sabiduría (vaya un Dios, que castiga el deseo de salir de la ignorancia). Pero
sobre todo ha aprendido a no ser consecuente. Cualquier miembro de la Santa Iglesia
Católica que haya cometido un pecado, una falta, puede resarcirse con la
confesión y la oración.
En definitiva, volviendo a la cuestión de si influye o no en
el desarrollo y devenir de un país su mentalidad, podríamos concluir que en
efecto así es. El ejemplo de lo que ocurre en España me parece bastante
representativo; un Estado tradicionalmente católico en el que la ambición por
el trabajo no es (generalizando mucho) marca de la casa y donde sus dirigentes
pueden equivocarse clamorosamente, que con rezar un par de padrenuestros
estarán exentos de culpa.
No hablo de volverse oriental en todos los sentidos, pero en
Occidente ya tuvimos a nuestro Confucio particular y sus palabras han sido
tergiversadas y utilizadas para favorecer a dictadores y charlatanes. Sin embargo,
de Karl Marx me quedo con la idea de que el trabajo es la esencia del hombre. Es
hora de cambiar un poco la mentalidad si queremos igualarnos a esos países que
emergen. Que no tengamos que esperar a que un dios castigue o premie, si no que
seamos nosotros los que logremos ese equilibrio, esa equidad.
Igual que todos tenemos nuestros propios demonios, también
tenemos nuestras propias deidades (y esto incluye al poderoso caballero Don Dinero), y no voy a ser yo, una simple y agnóstica mortal, quien va a rebatir
eso. No es dejar de creer, es aprender a creer y no dejar que sean unos valores
personales lo que vertebre toda una sociedad. Cada uno en su casa, y (su) Dios
con él.